Sunday, July 20, 2008

Borges y la cuentística mexicana

[El siguiente artículo apareció en AlterTexto en 2006.]

Herencias e influencias: Jorge Luis Borges y la cuentística mexicana
Brian L. Price

La obra de Jorge Luis Borges penetra en el imaginario mexicano tan temprano como los años cuarenta. Octavio Paz, refiriéndose a sus iniciales encuentros con el argentino, escribe que había comenzado a leer a Borges en su juventud y que “en esos años su nombre era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos. En México, hacia 1940, los adeptos éramos un grupo de jóvenes y uno que otro mayor reticente... Era un escritor para escritores. Lo seguíamos a través de las revistas de esa época.” Carlos Fuentes recuerda que conoció la obra del argentino durante su estadía en Buenos Aires poco antes de la época peronista. Afirma que Borges cambió su manera de visualizarse como latinoamericano y solidificó el deseo latente de escribir en su lengua materna. Augusto Monterroso, guatemalteco de nacimiento pero consagrado dentro del canon mexicano, expresa su asombro delante de la innovación lingüística de Borges y dice: “debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.” Luego enumera los “beneficios y maleficios” de haber conocido la obra del argentino, entre los cuales figuran “descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena.” Juan José Arreola lo describe como un “escritor imposible”, o aquel ser que “escribe a pesar de sí; el que no es consciente de que en él habita la capacidad de trasmitir lo inefable, eso que antes de su advenimiento parecía indecible.” Salvador Elizondo se encariña con el carácter ciego del bibliotecario argentino. “Lo que más amo en Borges es su rebuscada condición de ciego; esa condición que él válidamente atribuye al destino y que yo, válidamente también, atribuyo a la voluntad.” Estos testimonios constituyen un microcosmos de las voces que han reconocido la contribución de Borges a las letras mexicanas, los cuales constituyen un homenaje circular dadas las múltiples referencias que el argentino prolifera en bien de su maestro, don Alfonso Reyes. Sin embargo, pocos han estudiado la literatura borgeana en México, un país cuya proliferación en el cuento en las últimas décadas resulta asombrosa. Propongo que los autores mexicanos incorporan la narrativa de Borges porque ésta les abre las posibilidades creativas de la palabra escrita y los encamina hacia una realización de su función. Reconozco desde el inicio la imposibilidad de abarcar a todos los cuentistas y por eso he elegido estudiar textos de René Avilés Fabila, Samuel Walter Medina, Guillermo Samperio, Salvador Elizondo y Juan José Arreola.

Antes de examinar esta propuesta, consta hacer un bosquejo mínimo del cuento mexicano del siglo XX para entender mejor los contornos históricos en los cuales Borges aparece. Alfredo Pavón señala que el período entre 1940 y 1955 marca una etapa extraordinaria para el cuento nacional. Incluye entre los rasgos singularmente destacables de este momento la capacidad del escritor de producir narraciones que cuestionan la eficacia de la ciencia, exaltan al hombre del arrabal, desarrollan el género policial y sondean los mundo fantásticos. Técnicamente hablando, estos autores se aprovechan de la parábola, la fábula, la sugerencia, el monólogo interior, la sátira sutil, la concisión del lenguaje, el juego lúdico y el relato fantástico. Rompen las fronteras entre el sueño y el desvelo, la realidad y la irrealidad, involucran al lector con narraciones complejas y aligeran la tragedia con humor negro o agravian la comedia con toque trágico. Este grupo incluye a ilustres narradores como Juan Rulfo y Juan José Arreola y establece la pauta que las generaciones siguientes habrían de seguir. A pesar de que Rulfo sólo escribe dos tomos, se enfoca en la destitución del hombre marginado después de la devastadora revolución. Demuestra rasgos de la escritura posrevolucionaria, como el comentario social y el ruralismo, pero escritos con la fineza y concisión típicas de los impresionistas. Arreola, por su parte, ataca la cuestión de identidad con todo el poder lúdico y creativo de la palabra. Elabora fábulas que carnavalizan los sistemas políticos y falsos anuncios que denuncian el machismo; también profundiza en enredos filosóficos y religiosos por el mero gusto de someter la metafísica a sus últimas consecuencias ridículas. Según Pavón, los autores notables del medio siglo como Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo y René Avilés Fabila se encuentran “incrustados entre los expresionistas”, al mismo tiempo que forman un grupo aparte. Estos son responsables por la mayoría de los grandes logros de los que el cuento mexicano contemporáneo ha gozado. Dejan para el lector un tesoro de narrativa imaginativa, fantástica y desafiante. Fuentes, conocido mejor por sus obras novelísticas, contribuye cuentos de carácter mágicorrealista como “Chac Mool”. Pacheco, tanto narrador como poeta, ofrece una visión de la historia mundial y nacional vincula los problemas sufridos por mexicanos con los de toda la humanidad. Elizondo no deja de ser una lectura intelectual y desconcertante por su acercamiento a nuestra percepción de la realidad que nos rodea.

Notemos la coincidencia entre la declaración de Paz y la historia según Pavón. A pesar de que Borges se hubiera situado en la primera fila de literatos argentinos a partir de los veinte, no es sino hasta los cuarenta que sus textos se dan a conocer en México. ¿Cuáles textos serían? Durante los primeros años de su producción literaria, Borges es casi exclusivamente poeta. Para 1921 Borges había iniciado el movimiento ultraísta en Buenos Aires con la publicación de dos artículos, “Anatomía de mi ultra” y “Ultraísmo” y la publicación manifestante, Prisma, que Borges empastó sobre las paredes de la ciudad junto con Guillermo de la Torre, Eduardo González Lanuza y Guillermo Juan Borges. Entre 1921 y 1940, edita tres poemarios originales. A mediados de los veinte comienza la producción ensayística y dentro de un período de once años escribe seis volúmenes. Para los comienzos de los cuarenta, sólo había publicado una sola colección de ficción, El jardín de los senderos que bifurcan (1941), y ésta será recopilada posteriormente en Ficciones (1944). Entonces, cuando Paz y sus correligionarios leen a Borges en las revistas reciben mayormente textos poéticos y ensayísticos. Durante los cuarenta, sin embargo, el argentino se dedica a la prosa y no tomará la pluma para exponer versos sino hasta los sesenta. La generación de medio siglo y los integrantes de lo que será el grupo de La Revista de Literatura Mexicana (cuyos integrantes son Tomás Segovia, Huberto Batis, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, José de la Colina y Salvador Elizondo) entonces se formarían bajo las influencia del Borges narrador más bien que el poeta.

Hasta el momento hemos considerado la historia literaria de México y hecho referencia a algunos testimonios sobre la recepción de Borges por los escritores mexicanos. Pero este bosquejo no ilustra de manera significativa cómo el argentino habrá influido en estos narradores. Para ello tendremos que limitar el enfoque del estudio a unos cuantos elementos temáticos. No obstante, hasta cierto punto la imagen de Borges en nuestros días se asemeja a la continua modificación que convierte a Dios en “un respetable caos de superlativos no imaginables.” Es decir, Jorge Luis Borges, “menos [que] un literato”, es una literatura que ha modificado nuestra manera de leer los textos anteriores y posteriores a su producción. La necesidad de restringir el alcance de su influencia a unos cuantos elementos dificulta el proceso ya que la efusión de elogios ha ofuscado la línea entre Borges y la historia literaria. Esto, desde luego, es un precepto que podemos atribuir a Borges mismo.

Sin embargo, de acuerdo con estos testimonios, vemos que la experiencia borgeana es tanto lingüística como profesional. Su estética combina la meditación metafísica con la precisión lingüística, vinculada intrínsecamente con el oficio del escritor. Consideremos la declaración que Borges emite en el “Epílogo” de Otras inquisiciones: “Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas... de este volumen. Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso... Otra, a presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado.” En el transcurso de este trabajo estos criterios servirán como puntos de referencia ya que resumen en pocas palabras el fenómeno que constituye la experiencia borgeana: la realización de papeles metafísicos, narrativos y críticos.

También creo que podemos postular una lectura de estos autores a la luz del análisis histórico, “Kafka y sus precursores”. En este breve ensayo, Borges examina textos anteriores a Kafka y reconoce en ellos la voz y la huella del escritor checo. Dice: “Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no se parecen entre sí.” Agrega que “cada escritor crea a sus precursores” y que “su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.” Primero, sería un error de reducción atribuir los logros de los cuentistas mexicanos únicamente a la brillantez de Borges. Trataremos de no incurrir en este error. Segundo, si hemos de entender que el trabajo de éstos modifica tanto el pasado como el futuro, entonces nuestra percepción de Borges cambia a medida que vamos intuyendo en él las huellas de Arreola, Elizondo, Samperio y los demás. Tercero, aunque haya intentado vincularlos en términos de una estética o una tradición literaria, es cierto que estos autores no necesariamente se parecen. El estilo que utilizan defiere entre sí, y a veces dentro del propio cuerpo de trabajo (como se puede notar en la distancia entre Narda o el verano (1966) y Camera lucida (1983) de Elizondo). A base de estas consideraciones, ahora podemos proseguir a nuestro estudio temático de los textos.

Borges el metafísico

La primera postulación es que Borges es sobre todo un escritor con una gran preocupación metafísica. Esto sin duda no resultará nada asombroso. Su metafísica no es ni cristiana ni judía ni budista, sino una conglomeración abigarrada y enciclopédica de meditaciones sobre la relación entre el hombre y lo sublime. Bebiendo de aguas netamente platónicas, Borges elabora una existencia dividida entre dos mundos: el ideal y el temporal. Sombras y sombras de sombras rigen el mundo de los hombres mientras que el más allá ofrece poco consuelo para el alma humana. La unión mística termina en la disolución del ser. Encontrar el nombre de Dios conduce hacia la muerte. El narrador borgeano cree en la capacidad del hombre de presenciar la divinidad, pero niega la capacidad de comprenderla.

Siguiendo este pensamiento, René Avilés Fabila nos presenta un caso interesante con respecto a la metafísica borgeana. En su libro intitulado Borges y yo, Avilés Fabila incluye una secuencia de cinco textos estructuralmente unidos cuyo propósito es cuestionar la naturaleza de Dios y satirizar los debates teológicos. El primer cuento es una ficción breve que se llama “Un escritor divino”. Aquí reproduzco el texto completo: “Si un buen día Dios decidiera escribir un libro y publicarlo, ¿qué crítico literario se atrevería a comentarlo o quiénes se arriesgarían a leer la obra de perfección abrumadora?” Entabla un diálogo con las grandes preguntas teosóficas desde el Concilio de Nicea. En una declaración, el autor cuestiona el origen y la veracidad de la escritura, la validez de la interpretación, el compromiso de los fieles y la capacidad de hombre de entender a Dios. Su pregunta sobre “quién se atrevería a comentarlo” conduce inmediatamente al siguiente cuento donde cuestiona la equidad de los cielos. “Injusticias celestiales” plantea la pregunta “cómo es que allí donde reina la perfección haya aparecido una revolución.” Podemos acercarnos a la pregunta de dos maneras: o la escritura que establece el Cielo como perfección está equivocada – recordemos el primer cuento – o la perfección no es deseable; resulta “abrumadora”. La perfección abrumadora conduce hacia el tercer cuento, “El fin del Diablo del fin”. El autor señala que el propósito de la vida humana reside en estar constantemente equilibrando el bien y el mal. Si Dios lograra destruir al Diablo, no existiría un significado para la existencia humana. Ambos atributos se definen entre sí y es imposible distinguir el uno sin el otro. Además, la destitución del mal dejaría a todos en un abismo intolerablemente estéril, como lo demuestra “Mi encuentro con Dios”. A partir del título, el lector espera la posibilidad de la típica unión inefable del hombre con un dios poderoso o una energía celestial. Sin embargo, Avilés Fabila se encuentra con un Dios perturbadoramente conmovido y humano. La deidad pide al narrador que invite a sus semejantes a rogar por Dios en su soledad aterradora. El elemento que más lo define, su perfección, es el mismo que lo aísla y convoca su soledad eterna.

El último cuento de la secuencia, “¿Dios existe?”, es el que contesta estas cuestiones teológicas y a su vez satiriza el proceso mismo. El narrador y su amigo, Vicente Granados, entablan una discusión religiosa en una cantina, lo cual parece un mal chiste. Éste defiende la existencia de Dios a base de argumentos platónicos de Aquinas; aquél le replica con el darwinismo. A medida que los dos amigos beban, el narrador está seguro de que ha triunfado. Lamentablemente, no tienen el dinero suficiente para seguir bebiendo y se ven cortados en su plática. Una vez en la calle, comentan que no hay nada peor – ni aún el Infierno – que no tener el dinero suficiente para seguir bebiendo. Al momento de darse por vencidos, “el viento hizo rodar hasta nuestros pies un rollo de billetes. Los recogí sin titubeos: suficiente para beber espléndidamente por el resto de la noche. ¡Dios existe!, exclamó Vicente extasiado. Tienes razón, afirmé.” Terminan prohibiendo de sus borracheras cualquier referencia a la religión.

¿Qué es lo que encontramos en estos textos? Si tan sólo enfocáramos la naturaleza herética de los cuentos, podríamos compararlos con un texto como “Tres versiones de Judas”. Borges sugiere que el Verbo se haya encarnado en Judas Iscariote mientras que Avilés Fabila plantea la idea de que Dios es un alma en pena, desterrado de la presencia del mundo por su extrema perfección. Pero Avilés Fabila tal vez no se separe de la línea ortodoxa tanto como lo aparenta. Los hijos de Israel erraron en el desierto durante cuarenta años porque prefirieron confiar en “el brazo de la carne” más que en Jehová. Jesús lamenta, “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” El autor subvierte el discurso tradicional y nos presenta una visión inversa. El hombre no es echado del Edén, sino que elige salir porque prefiere no permanecer en la presencia de un ser aturdidoramente perfecto. Esta reflexión conlleva cierta belleza patética; Dios no es el respetable caos de “De alguien a nada”, sino más bien la versión que este ensayo nos presenta al principio: un hombre sujeto a pasiones. El encuentro del narrador con Dios no le ocasiona temor ni asombro, sino piedad. Podríamos decir que los cuentos de Avilés Fabila buscan desmentir la nebulosa construcción que la ortodoxia ha creado para convertir a Dios en un ser comprensible y alcanzable. Pero no podemos descartar el último texto. A pesar de las posibles meditaciones que los relatos anteriores proveen, Avilés Fabila las reduce a una borrachera sin fondos y sin fondo. El silencio que sigue parece obedecer a la tradición oriental ortodoxa: el silencio es el mayor homenaje a la divinidad.

Tanto en los escritores mexicanos como en Borges podemos apreciar el estrecho vínculo entre la experiencia mística y la naturaleza trascendente del arte. Dos obras de Borges saltan a la memoria: “El enigma de Edmund Fitzgerald” y “El sueño de Coleridge”. En éstos, Borges borra la línea entre generaciones y épocas al cruzar el concepto platónico de inspiración poética con la trasmigración griega de almas para producir obras geniales. Pensemos otra vez en los comentarios de Arreola sobre “el escritor imposible” y vemos que hay poca distancia entre ellos y la defensa poética de Shelley. El artista es un receptor de inspiración divina, un mero instrumento. Entrar verdaderamente en el ciclo eterno de la poesía requiere que el artista gane acceso a lo sublime. Esta experiencia se manifiesta en Borges en el sufismo, el budismo, el misticismo cristiano y la cábala. Notablemente, la mayoría de las veces, no es el sujeto que logra iniciar la unión divina, sino que algún poder ajeno lo induce, lo invita o se superimpone a la voluntad del individuo. Pero en el caso de Samuel Walter Medina, el ímpetu del misticismo reside en el hombre.

“Concierto para violín y jeringa-V1-T5-76” refleja la búsqueda del artista de incorporarse dentro del canon de grandes compositores. El protagonista, irónicamente nombrado Fiddling, violinista de la sinfonía nacional en Londres, se inyecta con las cenizas funerarias de Bach. De este modo, Fiddling siente que se entrega al espíritu del gran músico que éstas retienen. “Otra vez Fiddling logrando un concierto único, nuevo, irrepetible, pero—y de esto raramente ufanaba más—no suyo, sino auténticamente de BACH, aunque ÉL no lo escribiera nunca. BACH escribía ahora, en Fiddling, un concierto que nunca escribió vivo. Fiddling sabía que sólo era un pararrayos de SU ELECTRICIDAD, una catedral donde ÉL creaba.” El cuento responde a la idea de que el arte pertenece a una totalidad cósmica. El artista es el vehículo mediante el cual se expresa una parte de esa totalidad. Ya que el tiempo no existe para el arte, una diferencia de siglos no impide la confluencia entre un artista y otro. Fiddling deifica a Bach, lo cual lo convierte en fuente de inspiración divina. Al acudir a su poder, Fiddling cree que puede convertirse en “una catedral” donde esta revelación puede manifestarse. Parecida a “La escritura del dios”, esta experiencia termina sin la publicación del milagro. Fiddling no escribe el concierto único tal como Tzinancán nunca enuncia la serie de palabras que destruiría a los invasores españoles.

La similitud entre este cuento y “El enigma de Edmund Fitzgerald” es innegable: un artista poco habilitado accede al espíritu de otro individuo y “surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos.” Al igual que sucede en este cuento, el protagonista de Medina accede a la corriente divina y se vuelve un receptáculo de inspiración. Borges sugiere que en un momento tanto Fitzgerald como Umar ben Ibrahim “eran, esencialmente, Dios o caras momentáneas de Dios.” Es interesante que Borges nunca busca enunciar o describir la experiencia mística, bien sea por un pudor metafísico o por un verdadero asombro ante la poesía divina. A cambio, Medina niega el azar o la voluntad divina en revelarse al hombre. A diferencia del Zahir, que elige al individuo o de Fitzgerald, que encuentra el texto de Umar por accidente, es la voluntad de Fiddling lo que ocasiona la experiencia mística, pues roba las cenizas, planifica las inyecciones y las aumenta hasta una dosis mortal.

Otro autor que se ha allegado a la relación entre el arte y la metafísica es Guillermo Samperio. Practicante del cuento y de la minificción, Samperio demuestra un hondo interés por el papel del escritor. Sus cuentos generalmente incluyen narradores que ejercen este oficio dentro de un mundo donde el texto se apodera del individuo. Por ejemplo, en “Tiempo libre”, el lector habituado a hojear diariamente el periódico de repente se encuentra convertido en el objeto de su lectura. La fantasía muchas veces domina la cotidianidad y el personaje se ve entregado a la lucha entre el mundo tangible y su opuesto. En el relato “Paradero de un autor” el narrador, escritor de varios libros y artículos periodísticos, encuentra para su mayor asombro que sus libros ya no llevan su nombre. Siente que su cuerpo se desvanece, que carece de sustancia. Su persona, más allá de borrarse por completo, ha sido reemplazada por otros. “Ya ante la biblioteca fue directo a los libros que él había escrito, firmando como G.S. Tomó uno al azar, sospechando que su nombre se habría disuelto; vio la portada y sí estaba firmado. Pero el nombre era otro: H.L.Z. Cada uno de sus libros estaba firmado por otra persona. M.A.C., H.H., V.R., uno de nombre P.O.M. firmaba un libro de cuentos y una novela.” Su literal desaparición del mundo textual y la consecuente inserción de otros nombres en su lugar contradicen la existencia del autor y la noción de autoría. Sus textos pertenecen a la corriente de literatura que trasciende la individualidad o la imaginación particular. El carácter individual que distingue al texto y al escritor existen solamente como una ilusión que, habiéndose disuelta, conduce hacia la desaparición de los dos.

Borges el escritor

La segunda postulado es que Borges simboliza para toda una generación de autores el escritor de escritores. Volviendo al prólogo de Otras inquisiciones, vemos que su labor consiste en “presuponer (y [en] verificar) que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado”. En esta declaración se resume un aspecto elemental de la escritura de Borges: la meditación metafísica aplicada a la estética y la eminencia de un limitado número de recursos que el escritor se ve obligado necesariamente a modificar mediante la imaginación. El proceso de escritura entonces no es la creación o invención de nuevas metáforas sino la reescritura de ellas.

También reconocemos en Borges un fuerte cuestionamiento de la capacidad del lenguaje para comunicar la experiencia humana. Más que puramente débil o ineficaz, es también incompleto, como vemos en los comentarios de Tzinancán en “La escritura del dios”: “Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.”

Esta preocupación por los sistemas lingüísticos aparece en “El idioma analítico de John Wilkins” y en “Funes el memorioso”. Wilkins acomete la empresa de elaborar un idioma que clasifica los objetos de manera científica y ordenada. Tras desplegar una lista inverosímil de posibles categorías y divisiones, Borges medita, “notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo.... La imposibilidad de penetrar el esquema divino no puede, sin embargo disuadirnos de planear esquema humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios.” Mientras Tzinancán se preocupa por la ineficacia del lenguaje, Wilkins busca reorganizar el código lingüístico y así poder abarcar la totalidad. Funes, hastiado con la naturaleza generalizadora del lenguaje, intenta registrar toda experiencia con un vocablo que a final de cuentas es totalmente incomprensible para el narrador. Un ejemplo: “En lugar de decir quinientos, decía nueve.... Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis centenas, cinco unidades; análisis que no existe en los ‘números’ El Negro Timoteo o manta de carne.” Aunque para el narrador y el lector el sistema de enumeración del tullido es imposible, Funes lo acepta como normal puesto que la arbitrariedad del signo le permite ordenarlo de acuerdo a su gusto y sin tomar en cuenta el acuerdo social que institucionaliza el lenguaje. La reordenación de signos concede a Funes una comprensión del mundo mucho mayor que el acordado al narrador. Éste se encuentra restringido lingüísticamente mientras el fluir de conciencia verbal de Funes le concede la universalidad. Claro que el caso de Funes es único puesto que no puede hacer nada abstracto con esta verborragia, pero la pregunta es aparente: ¿Cómo cambiaría nuestra percepción del mundo si cambiáramos nuestro idioma? Salvador Elizondo intenta contestar esta pregunta en El grafógrafo (1972).

Elizondo es, sin lugar a dudas, uno de los autores más involucrados en la continua búsqueda de renovación entre los autores contemporáneos. Desde sus inicios demuestra un gran interés en la relación entre autor, texto y lector como lo ilustra “La historia según Pao Cheng”, último cuento del tomo Narda o el verano (1964). En este texto, el filósofo chino escribe la historia según la lee en el caparazón de una tortuga y reconoce que su vida se entreteje intrínsicamente con la escritura. El lector es él que determina la duración de esa vida. A su vez, el lector implícito tiene la misma epifanía; su vida llegará a su fin cuando Cheng deja de escribir. Esta pequeña muestra en los primeros años de su producción sólo representa un destello de la obra metaficcional que producirá en textos posteriores como El grafógrafo.

Elizondo demuestra que el texto influye por completo en nuestra percepción del mundo que nos rodea. La arbitrariedad del signo prevalece y impregna todo aspecto de la vida. En “El sistema de Babel” el narrador es un padre de familia que instaura un nuevo código lingüístico en el hogar que intencionalmente desvincula el significado del signo. Acierta que el cambio no resulta por la ineficacia de transmitir el significado sino porque el lenguaje limita la percepción. “Pero basta con no llamar a las cosas por su nombre para que adquieran un nuevo, insospechado sentido que las amplifica o las recubre con el velo de antiguas innovaciones sagradas.” A diferencia de Tzinancán y semejante a Wilkins, el narrador no duda de la capacidad del lenguaje, sino de la limitación que el contrato social impone. La convención que rige la comprensión necesariamente limita las posibles interpretaciones que se pueden aplicar al signo. El narrador ha emprendido el proyecto de Funes: hacer que “nueve” equivalga a quinientos. Luego aconseja al lector a “[cortar] el ombligo serpentino que une a la palabra con la cosa y encontraréis que comienza a crecer autónomamente, como un niño.”

El cuento metaficcional por excelencia del tomo, “Futuro imperfecto”, demuestra la tenue y estrecha relación que existe entre autor, texto y lector. En el cuento, Ramón Xirau ha pedido a Elizondo escribir un tratado sobre el futuro para el número 36 de su revista, Diálogos. Al considerar este asunto, se le aparece el personaje de Max Beerbohm, Enoch Soames. Soames, poeta maldito, pacta con el diablo para visitar el futuro y encontrar su ficha bibliográfica en la biblioteca nacional en Londres. Muy a su pesar, aparece solamente como la invención ficticia del autor. A pesar de que Beerbohm insiste en que su personaje existe en la realidad, la veracidad de su declaración queda ofuscada por su propia ficción. El cuento comienza con una breve contemplación sobre esta relación en la que Elizondo postula la lectura como la conjugación de todos los tiempos verbales. El texto existe en el pasado como el proyecto futuro que Ramón Xirau le propone. Elizondo redacta el cuento en el presenta, que es el futuro para Xirau y el pasado para el lector. El lector, que siempre lee en el (¿un?) presente, participa del momento pasado (¿presente?) cuando el narrador escribe el manuscrito.

Tras un hiato espacial que marca el fin de la mediación y el comienzo del relato, el encuentro se lleva a cabo cuando Soames se presenta ante Elizondo y le regala un ejemplar del número 36 de Diálogos que todavía está por publicarse. Elizondo queda perplejo frente a la existencia de un texto que él todavía no ha escrito. Se pregunta: “¿Qué pasaría ahora, después de este momento en que he entrado en posesión del número de Diálogos que saldrá dentro de dos meses con un artículo mío dedicado al futuro, si ahora, en este momento, me niego a escribirlo...?” Soames le contesta, diciendo: “Intente desistir sin consignarlo... a ver si puede. Lo juzgo en extremo difícil. Precisaría que el curso del tiempo fluyera al revés para que todo lo que en estas líneas está escrito se desescribiera”. El cuento termina con la desaparición de Soames y la publicación del artículo. En el último apartado del cuento, Elizondo escribe que después de copiar a máquina el artículo, arroja el número al fuego y afirma que “[en] la trascripción he guardado absoluta fidelidad al ‘original’.”

En “Presente del infinitivo”, el autor juega con nuestra expectativa sobre el significado del título, suponiendo que presenciaremos otro tratado sobre un verbo o un tiempo verbal. No obstante, el relato enfoca la imposibilidad del lenguaje de describir “el hecho” a pesar de que lo evoca continuamente al describir acciones que se relacionan con él. Es presente y es infinito en el sentido de que su totalidad se resume en las minucias de las acciones de los actores. Podemos ver las acciones de los personajes pero sin captar “el hecho”. Nos preguntamos qué será este acontecimiento, pero la realidad es que es insignificante e imposible. El hecho es la totalidad de un momento, abarcando tanto los elementos narrados como aquéllos que no entraron en la selección narrativa. Recordemos la angustia que siente Tzinancán ante la debilidad de las voces universo y todo. Elizondo demuestra que no existe palabra humana que pueda encapsular un solo instante por completo. El cuento nos retrata el presente del infinitivo – o del infinito, si se quiere – ya que más allá de los hechos narrados, una infinita concatenación de eventos, procesos, sucesos y acciones ocurren detrás del telón narrativo que la palabra no puede acceder.

Borges el crítico

Más allá de la metafísica, el carácter crítico de Borges constituye el tercer rasgo definitivo de su obra. El escritor Juan José Areola es, a mi juicio, el mexicano que más se ha aferrado a esta tradición. Arreola es uno de los principales narradores borgeanos específicamente por su amistad y admiración del argentino y su aprendizaje bajo la mano de Alfonso Reyes. Demuestra su preocupación metafísica en “Pablo”; social en “La mujer amaestrada”, “Baby H.P.”, “Anuncio”; e intelectual en “De balística”. Asimismo comenta sobre la producción literaria en “Parturient montes”. Su obra es una delicada mezcla de sátira, crítica y metafísica envuelta en una prosa de alto carácter poético. Se cuida de no sobrecargar al lector con pesadas descripciones al mismo tiempo que elabora narraciones de honda profundidad intelectual. Una breve anécdota: Arreola conoce a Borges por primera vez en 1978 en México. Al enfrentarse con éste, Arreola se arrodilla y le besa la mano, diciendo, “En este beso le entrego treinta años de admiración”. Borges responde, “Pero señor, qué manera de perder el tiempo.”

En este trabajo señalaré dos cuentos de Arreola, aunque se podría recorrer una larga lista de su producción en prosa sin aún entrar en materia de su poesía y sentir la influencia de Borges. La fábula arreolesca “El prodigioso miligramo” es un ejemplo. La introducción del miligramo conduce hacia la destrucción del hormiguero, pero no porque el objeto es peligroso, sino porque los habitantes no saben ajustarse a la novedad. La vida hormiga es rígida, ordenada y desprovista de innovación alguna. La rutina diaria se consume cargando cereales macizos al almacén. Con el hallazgo, el orden establecido degenera en un caos desenfrenado. Al final del cuento, nadie se responsabiliza del mantenimiento del hormiguero y pronto todos morirán con el invierno inminente. Arreola, como es el caso con todas sus fábulas, caracteriza la sociedad. El gobierno reaccionario de la comunidad martiriza a la hormiga del hallazgo y concede recompensas vitalicias a aquellas hormigas que, por pereza, se ausentan del trabajo en busca de prodigiosos miligramos.

“El guardagujas” (1951) es uno de los cuentos que se comentan con más frecuencia por la facilidad con que se presta al comentario político-social y su excelente estructura narrativa. Narra la experiencia de un señor desesperadamente empeñado en llegar a un sitio “T”. Tras una conversación con el anciano guardagujas que aparece a su lado, el viajero recibe la mala noticia sobre la improbabilidad de alcanzar su destino final. De ahí el cuento se desborda en lo fantástico y lo absurdo a medida que el guardagujas describe el proceder natural del sistema ferroviario. El sistema, regido por “la empresa”, obedece a un reglamentado azar que tiene como fin poblar la nación con viajeros desviados y hastiados. Si uno corre la suerte de abordar, nunca sabe cuándo ni a dónde habrá de llegar. Todo es apariencia; “Las ventanillas [del tren] están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.” Sin duda podemos percibir en esta narración la indeleble impresión del ciego bibliotecario. Consideremos “La lotería en Babilonia” (1941). El lector presencia el monólogo del narrador que revela el secreto sistema que impregna todo aspecto de la vida babilónica. Desde sus comienzos humildes como pasatiempo plebeyo, la lotería se ha convertido en institución legal, eclesiástica y social. La Compañía es el personaje-entidad central ya que su influencia decide el transcurso cotidiano de la vida. A medida que continúa la narración, la lotería pierde el lugar prestigiado que ocupaba y la preeminencia de la Compañía se concreta. Ésta es la fuerza motivadora detrás de toda acción, bien sea intencionalmente o no. Todo acto puede interpretarse como “una secreta decisión de la Compañía”. En ambos cuentos, notamos ciertos parecidos: la elaboración de un espacio y un tiempo concretos pero indefinidos, la narración en forma dialogada, el azar como elemento que subvierte nuestras expectativas sobre el desenlace, la institucionalización de un cuerpo ejecutivo que rige sin mesura y la aceptación de parte del pueblo de azares que constituyen la existencia diaria. Adicionalmente, a primera vista ambos cuentos parecen desasociarse de la realidad del lector, pero con un estudio más cercano, nos damos cuenta de que ambos relatos sí corresponden a ciertas idiosincrasias tanto del diario vivir como de los gobiernos.

Conclusión

Para concluir este trabajo, podemos resumir lo anterior con la aseveración de que Borges forma una parte indisoluble de las letras hispanoamericanas y en especial las mexicanas. Sólo hemos podido abarcar una mínima investigación sobre este tema; la compilación de Miguel Capistrán demuestra que Borges ha ocupado un puesto de importancia dentro del aparato creativo y crítico del país desde Alfonso Reyes. Lo que queda por ver es un análisis más detenido sobre la relación que Borges haya tenido con escritores individuales como Arreola, o los integrantes de la Revista de Literatura Mexicana. Sería interesante también estudiar las confluencias entre la poesía de Borges y el grupo de Paz. De todos modos, creo que queda claro que existe un campo abierto al estudio de la herencia que Borges ha dejado para nuestros escritores nacionales.

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